Por Nicolle Olmos
Todo empezó en un pueblo bonito lleno de fuegos, de esos
que arden en el alma cuando hay pasión y, también, de los que explotan en las
calles resultado de odios encontrados. En aquellos tiempos, un Presidente y un
Ministro de Defensa, ahondaron fuerzas para traer tranquilidad al triste país
sumergido en una guerra interna de más de cincuenta años. Cuando llegó el
momento indicado, el Ministro de Defensa, Santos, se convirtió en el sucesor de
su líder, Uribe, y en un juego de amores y odios, la relación se quebrantó y
una nueva guerra encontró rumbo.
La historia se ha tornado de color rosa para algunos y en
un cómic de terror para otros. El actual mandatario entabló el famoso proceso
de paz con las Farc, que ya se encuentra en sus estocadas finales. Y en medio
del ajetreo que trae consigo las conversaciones en La Habana, su oficial
detractor, Álvaro Uribe Vélez, no ha escatimado esfuerzos para degradar la
noble esencia de la causa, denigrando toda acción del gobierno y haciendo
acusaciones contundentes en contra de cualquiera que apoye al otro bando.
Ahora bien, ninguno de los dos protagonistas en esta
contienda puede lanzar la primera piedra sin remordimiento, a ambos les precede
una larga lista de errores y desaciertos, incluso, a veces comparten
responsabilidades como en el caso de los falso positivos. Me atrevo a decir, entonces, que alcanzar la paz en Colombia es una cuestión de egos
porque hay una competencia sucia alrededor de la supremacía y la gloria.
La consolidación de un acuerdo íntegro y transparente con
las Farc es vital para la transformación de la patria, pero la aniquilación de
los egos entre Santos y Uribe, derecha e izquierda, azul y rojo, rico y pobre,
campesino y citadino, animalista y taurino, católico y ateo, es la clave para
asegurar el progreso de nuestra sociedad tan diversa y multicultural que merece
un punto de equilibrio entre las diferencias, allí yace el éxito.
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