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martes, 8 de octubre de 2013

Sargento primero cuenta la historia de su secuestro

El secuestro no fue impedimento para que el cabo Antonio Erira Linares, hoy sargento primero, se sienta orgulloso de portar el uniforme del Ejército Nacional

Por Dagoberto Mata

Eran las dos de una madrugada infernal de mayo, cuando el cabo Antonio Erira Linares y sus 10 compañeros fueron despertados por una inclemente lluvia de granadas de mortero, ráfagas de ametralladoras, fusiles y disparos de pistola que caían de todas partes. Pensaban que era el final de sus vidas.

No era, por supuesto, un fenómeno natural.  Aproximadamente, trescientos guerrilleros del frente Luis José Solano Sepúlveda del Ejército de Liberación Nacional E.L.N. acabaron con la tranquilidad del cabo y su escuadra de soldados, que se encontraban a las afueras del municipio de Morales, Sur de Bolívar, el 21 de mayo de 1998.


Este episodio se presentó cuando las guerrillas del ELN y las Farc se encontraban con el pie de fuerza más alto de su historia; por tanto, tenían como objetivo debilitar al Estado colombiano  por medio de las tomas guerrilleras a las bases militares, estaciones de policía y un sin número de actos terroristas que  cometieron en la década de los noventa..

Fue tan fuerte el combate, que la escuadra que estaba bajo el mando del cabo Erira se encontraba aterrorizada y casi desvaneciendo. ”Habían soldados que lloraban del miedo y me gritaban: ‘mi cabo nos van a matar, entreguémonos’, pero yo les decía que no,  que nosotros teníamos los fusiles para defendernos. Yo los motivaba y les decía que si era el caso nos hacíamos matar ahí, pero entregarnos jamás”, cuenta  el ahora sargento primero Antonio Erira Linares, mientras se acomoda en la silla donde está sentado.

-Nos disparaban con todo, eso se escuchaban disparos de todo calibre: fusil AK- 47, fusil Galil, pistola, granadas de mortero, granadas de mano y armas no convencionales. Nosotros solo teníamos los fusiles de dotación,  ellos tenían mayor poder de fuego que nosotros- recuerda.

El suboficial Erira es oriundo de la ciudad de Pasto,  Nariño. Dice que proviene de una familia campesina,  que emigró a la ciudad  por las condiciones en las que vivía. De sus momentos de infancia, recuerda sus travesuras, la escuela y los momentos difíciles que le tocó vivir al lado de su madre, después que su padre se marchara.

La venta de chance y papas fritas fueron unas de las tantas actividades que tuvo que realizar para llevar la comida a su casa, antes de ingresar al Ejército. Él recuerda que se comprometió muy temprano con el amor de su vida  y que ella también le ayudaba con esta labor.   

Pero una casualidad de la vida, lo puso ese día en el lugar de los hechos para que todo cambiara y su historia se partiera en dos.  A él le fue encomendada una misión: reemplazar por 10 días a un cabo que se encontraba como comandante de esa escuadra.

Historia del secuestro

Antonio Erira hacía parte del Batallón Luciano de Luyer, ubicado en San Vicente de Chucurí, Santander; allí se desempeñaba como ayudante de comando y no le vio ningún problema cumplir esa orden. Por su mente no pasó lo que podía ocurrir, sabía que estaba en el Ejército y allí las órdenes son para cumplirlas.

El Sur de Bolívar, históricamente, ha sido una zona dominada por los grupos al margen de la ley; por tanto, en la década de los noventa no era la excepción. En esta área del país, los grupos ilegales cometen actos ilícitos como siembra de cocaína, marihuana, secuestros, desplazamientos  y un sin número de actos criminales.

Erira recuerda, después de 11 años de aquella madruagada aciaga, que el grupo de soldados con los que se encontraba en ese lugar eran inexpertos, indisciplinados y que habían sido enviados al Sur de Bolívar por un error del comandante de operaciones.

-Era una zona dominada por la guerrilla del ELN, los pelaos eran  inexpertos y no tenían conocimiento de la guerra; eran soldados regulares que fueron metidos a la boca del lobo por un error. Allá tenían que estar soldados capacitados; soldados profesionales- recuerda.   

Un despertar normal en el Ejército del cabo Erira antes de ese 21 de mayo  era pasarles revista a sus soldados, centinelas, constatar que la seguridad estuviera bien,  lavarse los dientes y, posteriormente, tomarse un chocolate con una arepa de desayuno.  Pero ese día, cuando despertó después de tres horas de combate y de  haber perdido el sentido por el impacto de las granadas que le cayeron cerca, el cabo no hizo su labor diaria: fue despertado por las patadas que le dieron en la cara los integrantes del ELN que los habían copado.

El cabo primero Antonio Erira, durante la grabación de una de las pruebas de
supervivencia.  El cabo contó que tenían cara de rabia e impotencia porque al
frente tenían a los guerrilleros apuntándoles con sus rifles por si decían algo malo
No había nada qué hacer. Estaban en manos de su adversario. Una de las patadas propinada por un guerrillero le había tumbado parte de su dentadura y las esquirlas de granada que impactaron su cuerpo eran un indicio de lo que estaba por comenzar: dos años y siete meses de sufrimiento.

Con la voz entre cortada, Antonio trae a su mente ese momento inolvidable en el que fue retenido por el ELN . “A las cinco y media de la mañana, calculo,  perdí el sentido por acción de granadas de mortero y bombas que me caen cerca. Cuando desperté, ya estaba amarrado, tirado en el piso. Los guerrilleros me despertaron a punta de patadas y golpes con los fusiles en la cara; en ese momento, comenzó ese suplicio donde quedé capturado junto a cuatro soldados“, afirma.   

Eran un infierno. Durante los primeros días los insultos, escupitajos y un sinnúmero de humillaciones se convirtieron en el pan de cada día. “Ellos nos trataban muy mal durante los primeros días, vivíamos a los desprecios de ellos. Nos decían mulas del gobierno. A veces, nos preguntábamos si estamos a manos de estas personas ¿por qué mejor no nos matan? Era algo muy complicado”, narra aún con rabía.

Durante el cautiverio, el cabo Erira vivió momentos que  nunca se borrarán de su mente, desde los más dolorosos como ver morir a dos de sus compañeros; uno de sus soldados murió tres meses después por un rayo fulminante; y un policía, de pena moral. Además, recuerda ese momento en el que un guerrillero le da una biblia.

El encuentro con Dios

En primer plano, y después del guerrillero, está el cabo primero Antonio Erira
y sus compañeros de cautiverio.
En uno de los momentos más duros del cautiverio, cuando Antonio Erira sentía que no daba más, pasó por su mente quitarse la vida, pero, como mandado por ‘papito Dios’, dice, llegó uno de sus verdugos y le dijo: ‘Cabo, yo sé lo que tú necesitas’, él le contestó con tono de ira y dolor  “¿qué puedes tener tú, pobre arrastrado, que yo pueda necesitar?”.  El guerrillero, pasivo y sin ningún gesto de ira, le responde: “tranquilo”, mandó su mano al chaleco y de uno de sus bolsillos saca una biblia y se la da. “Yo la tomé y la tiré a un lado”, describe.  

Este episodio hizo que condiciones de crueldad en las que vivía el suboficial y que las largas caminatas por los departamentos de Bolívar, Cesar, Antioquia y Norte de Santander, donde eran movidos los secuestrados,  pasaran de ser un suplicio a ser algo del vivir diario; pero también que su vida se transformara para siempre con la llegada de ‘papá Dios’. “Ese fue mi aliciente en el cautiverio, ya nada me molestaba, si había que comer bien, y si no me daba lo mismo. Me sentía en paz y le daba gracias a mi Dios por todo“, afirma Antonio.

El cabo Antonio Erira, cuando bajaba de la aeronave que lo
trajo a la libertad
La presión de las tropas, por un lado, y de las AUC, por el otro, hizo que el grupo guerrillero que tenía retenido a los secuestrados se fuera quedando sin alimentos, y que, en sus depósitos, solo quedara para el menú pastas. “Las echaban en una olla a cocinar con agua; sin condimentos y sin sal. Eso era lo que estaban sirviendo, hasta los mismos guerrilleros estaban desesperados. Debido a eso, un guerrillero se desertó“, dice.

Dentro de lo más duro que vivió el cabo Erira durante su secuestro, era a la hora de ir al “baño” a hacer sus necesidades,. “Teníamos que pedirles permiso a ellos para hacer nuestras necesidades fisiológicas, y el jefe nos mandaba con tres guerrilleros hombres y mujeres; los cuales se ponían en triángulo apuntándote. Nos tocaba hacer las necesidades con ellos viéndonos. Es algo tan bajo, tan inhumano que un día yo aburrido con rabia le dije al jefe: no me vuelva a mandar con mujeres, mándeme con hombres y así fue”,  recuerda aún con rabia en su rostro.

Una posible fuga masiva se pasó por la mente del comandante guerrillero. El motivo de este pensamiento fue el gimnasio improvisado que montó el suboficial con sus compañeros para pasar el tiempo,. ”Alias el ‘indio’ dio la orden de sacar todo lo que teníamos dentro para hacer ejercicio, porque nosotros nos estábamos preparando para una fuga masiva. Imagínese usted, en medio del Catatumbo, selva virgen, ¡qué nos íbamos a volar! Nos sacaron todo eso, y yo dije bueno, los ejercicios los hacemos aquí dentro; yo me colgaba en las barandas de la celda que los guerrillos habían hecho y escondido los hacía”, explica, sonriente, el suboficial.

Lo que se hereda no se hurta

El cabo Erira abraza a su hijo el día de la liberación. Al lado,
están su esposa y su hija
Erira Linares siempre ha sido un ejemplo para su familia. Es por eso que  a la hora de hablar de sus dos  hijos se nota que no son caso aparte.  Ya profesionales, el barón tomó el camino de su padre. “Mi hijo es ingeniero y hoy hace parte del cuerpo administrativo del Ejército como oficial y la niña quiere seguir los pasos del hermano”, dice dejando ver su orgullo familiar.

Lo que comenzó como una simple necesidad de una libreta militar, hoy se convirtió en parte de su vida.  Él recuerda que entró al Ejército porque necesitaba ese documento para aspirar a una mejor opción laboral, no sabiendo que, poco después, por su entrega y compromiso como soldado regular, sería seleccionado para ir a hacer curso de suboficial.

El cabo Erira, rodeado de su familia y medios de comunicación
Antonio Erira Linares tiene 44 años y, actualmente, es sargento primero del Ejército. Después de sus 23 años de entrega a la institución que le ‘dio todo’ y  con sus marcas imborrables en el cuerpo y su mente por los combates y el secuestro,  se irá a disfrutar de su retiro al lado de su familia.

Aunque  quería durar un tiempo más en la institución no fue posible, no fue convocado a un próximo acenso. “Quería ser sargento mayor“, dice.

La noticia más esperada

En la década de los noventa, un centenar de policías, militares y civiles fueron secuestrados por los grupos al margen de la ley. Algunos de ellos no alcanzaron a recibir la tan anhelada noticia de su liberación; murieron en cautiverio, pero Antonio, afortunadamente y gracias a su Fe, la recibió.


En medio de una de esas tantas labores que realizaban para combatir el estrés y la presión de sus captores, él cuenta que se inventaron un ajedrez para que sus días no fueran tan tortuosos. “Yo soy muy creativo con las manualidades, y los compañeros al ver que yo me ponía a hacer algo, se iban pegando. Un día dijimos, ‘vamos a hacer un ajedrez’ y nos repartimos la labor; cada quien tenía que hacer algo, quedó un poco deforme porque todos no teníamos la misma creatividad, pero un policía dijo: ‘me voy a hacer uno pero a mi manera’ se lo hizo y con ese era que jugábamos”, dice.

Fue en una de esas partidas  de ajedrez, que el suboficial y sus compañeros recibieron la gran noticia, la de la libertad. En un radio que había canjeado por un camuflado roto, el cabo fue el único que escuchó la noticia, mientras sus compañeros se encontraban concentrados en la partida.

–Yo fui quien captó la noticia, los demás estaban concentrados en su juego. Les dije: ¡ey silencio, silencio! Oigan. ‘si señor usted lo ha anunciado en las últimas horas serán liberados todos los policías y militares que se encuentran secuestrados por la guerrilla’, dijo el periodista. Todo mundo comenzó ¡biennnn! Eso se armó una fiesta grande allá dentro-  dice el sargento, dejando reflejar su alegría después de tanto tiempo.

Todos saltaron y gritaron de la emoción. El juego quedó inconcluso y las fichas de ajedrez salieron a volar. Era lo que estaban esperando hace tiempo. Lo que él más recuerda de esos momentos de juego, son aquellos en los que le ponían como guardia a un guerrillero en particular. “Había un guerrillo en particular en un árbol vigilándonos, en una forma muy imponente. Estaba de pie, con la cara tapada, brazos cruzados; una pistola nueve milímetros en el cinto, botas plásticas y uniforme verde de policía. Era un muchachito de 13 años. Un niño. Fue muy triste mirarlo”, describe el suboficial con su voz temblorosa de impotencia.

El episodio del pequeño guerrillero tenía que quedar atrás, en la selva. Había que alistarse para el reencuentro con la familia.

– Como a las 5 de la tarde, llegó el cabecilla, le decían el ‘Indio’. Nos reunió y confirmó la noticia, nos dijo: ’ustedes ya lo han escuchado, el comando central dijo que ustedes tienen que ser entregados al gobierno’. Eso estábamos más contentos. Nos entregaron un par de botas amarillas, sudadera, toalla, dos interiores y una camiseta blanca- dice.

El tiempo en el monte, sin tener ningún contacto con las salas de belleza, hacía que los prisioneros no tuvieran el mejor aspecto. La larga barba y abundante  cabellera, había que dejarla en el lugar que la vio crecer, la selva. Es  por ello que los secuestradores deciden facilitarle tijeras y peinillas a Antonio Erira para que montara un salón de peluquería improvisado y le quitara unos cuantos años a sus compañeros.  

Los recuerdos y manualidades que un día fueron el aliciente de Erira y sus compañeros no podían ser dejados a la hora de  partir. “Comencé a echar todo lo que tenía en un bolso que nos dieron. Dije, así me pese me lo llevo. Como a las ocho de la noche, comenzó a llegar esa manada de guerrilla, por cada secuestrado iban tres guerrilleros. Y nos dice el  ‘Indio’ ese: si ustedes quieren llegar sanos y salvos a la casa no intente volarse, porque plomo es lo que hay aquí, nos dijo el man. ¿A quién se le va a pasar por la cabeza volarse sabiendo que va para la casa? Eso era una cantidad de gente caminando por esa cordillera con linterna, eso era suba y suba y suba“, describe.

El día llegó. El 23 de diciembre de 2000, en un acto especial, en el cual se encontraba el Comisionado de Paz, Camilo Gómez, personalidades,  Francisco Galán y Felipe Torres, cabecillas negociadores que habían sido autorizados para salir de la cárcel de Itagüí., fueron entregados los militares y policías secuestrados.

-De ese lugar, donde hicieron todo eso, nos subieron en un helicóptero, y nos llevaron para Bucaramanga- dice.

Tres años de sufrimiento habían culminado. Antonio aún conservaba esa imagen en su mente de sus hijos y su esposa el último día en que los vio. Él no contaba con que se habían crecido, y su esposa había cambiado un poco. Desde el aire, trataba de ubicarlos, antes que la nave aterrizara, pero era imposible, la multitud no lo permita, todos estaban de blanco.  

Cuando aterrizaron, un cordón de seguridad no dejaba pasar ni una “mosca”, pero sus hijos, con ganas de
abrazarlo, lo rompieron. “Los que rompieron esa barrera fueron mi hijo y mi hija. No los conocía, fue un momento tenaz. Cuando me bajé del helicóptero, ellos me abrazaron, yo estaba llamando a otros. Eso fue muy impresionante. Había una señora que me trataba de coger con un ramo de flores en la mano. Yo decía pero ¿quién esta señora? Cuando mi hija me dice: ‘papito, esa es mi mamá. Es impresionante que en tres años se te pierda la figura de tu esposa“, recuerda.

Era evidente que la que estaba en aquella vieja foto que conservó durante el cautiverio había cambiado, pero hoy, Antonio Erira Linares lo que sí conserva en su mente son esos recuerdos amargos que vivió en el  combate cruel y en el posterior secuestro que le cambiaron la vida para siempre. 

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